Creo ser de los pocos seres humanos que disfrutan de caminar por esta ciudad. No es que tenga una enorme fascinación por el deporte o la vida saludable, pero desde muchos años atrás he aprendido a valorar el poder caminar.
Todo comenzó cuando era muy chico.
Cuando tienes siete años lo normal es que salgas a correr y a jugar con los demás chicos de la cuadra durante toda la tarde para que tu madre salga tras de ti a recordarte que debes hacer la tarea ya cuando son las 7 de la noche y dan tu serie favorita. Lo normal es que puedas correr por el campo y jugar a la pelota. Correr con tus amigos y arruinar tus tenis recién comprados. Saltar de los montículos de tierra y subirte a los árboles. Volar barriletes y mojarte bajo la lluvia de septiembre.
Pero David no era así. Era un chico con una enfermedad auto-inmune conocida como "artritis reumatoide juvenil". Durante muchos años, sufría de dolor en las articulaciones casi todos los días. No podía caminar mucho o correr durante el día, porque de noche sufría de dolor en las articulaciones y muchas veces no dormía bien y mi madre mucho menos.
El tratamiento en ese entonces era ridículo, consistía en periódicas inyecciones de gran tamaño del que siempre salía llorando yo y mi madre. Y no solo era yo, también mi hermano mayor. Tuvimos unos años muy difíciles con eso.
Afortunadamente la enfermedad desaparece con el paso de los años, pero yo aún sigo convencido de que Dios hizo algo más que solo sonreírme una noche que lo vi en sueños. No recuerdo el sueño completo, pero recuerdo haber despertado viendo el amanecer por la ventana. Unos días después desapareció el dolor. Desde entonces me hice la promesa de que caminaría todos los días en cualquier lugar y la mayor distancia que me sea posible.
Han sido miles de kilómetros recorridos desde entonces.
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