San Pedro Pinula, Jalapa.
Dos mundo diferentes puede coincidir en una sola vida en tantas formas que cualquier podría volverse loco intentando calcular las probabilidades de que ocurra.
Y allí a más de cien kilómetros de la ciudad, en una época en donde los ojos claros veían con codicia nuestra verde tierra sedienta de libertad. En aquel lugar en donde los caminos eran muy largos y polvorientos, rodeados de personas temerosas que pelean por su porción de tierra. Un lugar perdido entre las montañas y volcanes de oriente en una tierra entre valles donde las mismas estrellas que se pueden ver ahora, se veían hace unos cincuenta años. Allí, proveniente de una familia pobre en extremo, la mayor de cuatro hijas de un padre alcohólico y mujeriego y una mujer fuerte y amargada por la vida violenta que le proporcionaba su marido. Creció en las condiciones menos favorables para una niña de su edad, con violencia y maltrato, pero con un carácter y fortaleza dignos de cualquier conquistador de montañas.
Muchos kilómetros a la distancia, a orillas de un río cristalino y abundante, en un casa de madera teñida por el humo proveniente del poyo fuego. En el terreno alto hortalizas y árboles, a la ribera peces y ranas. Lluvia y crecidas, juegos y aventuras, guerra y soledad. Casi en la misma época en que los gringos decidieron que el presidente no les convenía. Creció. El menor de cinco hijos. Con una infancia y adolescencia trabajada y con una juventud llena de soledad y alcohol. Llanto y dolor fueron casi al final de su vida sus acompañantes.
¿Quien habría imaginado que dos vidas tan separadas y tan diferentes fueran a encontrarse en la misma choza de madera y lámina a la orilla de un río a quince kilómetros de la ciudad?
Ella, era Elizabeth. Con cariño Betty. El era Catarino. Ahora Catalino.
Se conocieron en el verano de 1981 en un pequeña iglesia evangélica a la orilla del río Villa Lobos al salir por el sur de la ciudad. Ese año se casaron. Cinco años más tarde nacía David.
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